Icono de Pentecostés

«Nosotros somos templo del Dios vivo» (2 Cor 6, 16)

Texto bíblico

Al cumplirse el día de Pentecostés, estaban todos juntos en el mismo lugar. De repente, se produjo desde el cielo un estruendo, como de viento que soplaba fuertemente, y llenó toda la casa donde se encontraban sentados. Vieron aparecer unas lenguas, como llamaradas, que se dividían, posándose encima de cada uno de ellos. Se llenaron todos de Espíritu Santo y empezaron a hablar en otras lenguas, según el Espíritu les concedía manifestarse.

Hechos de los Apóstoles 2, 1-4

Explicación del icono

Preámbulo

Pentecostés es el envío del Espíritu Santo de parte del Padre sucedido cincuenta días después de la Pascua. Cristo, una vez cumplida su misión regresa al Padre para que el Espíritu Santo descienda en persona sobre nosotros. Dice San Simeón: «Esta era la finalidad y el destino de toda la obra de nuestra salvación realizada por Cristo: que los creyentes recibieran el Espíritu Santo». Se trata, pues, de un icono trinitario. En Pentecostés la Santísima Trinidad viene a habitar en el hombre: «Entonces sabréis que yo estoy en mi Padre, y vosotros en mí y yo en vosotros» (Jn 14, 20).

Pentecostés transforma al hombre de pecador en santo. Es la fiesta del nacimiento de la Iglesia, comunión entre los hombres. El Espíritu Santo hace aparecer sobre la tierra la revelación de la comunión celestial de las tres personas divinas. El milagro de las lenguas en el primer discurso de San Pedro lo atestigua. Las lenguas, que en un tiempo habían sido confundidas, como recuerda el episodio de la torre de Babel, ahora se unen en el conocimiento misterioso de la Trinidad. La comunión alcanza tal intensidad que no se trata ya de un conocimiento a través de la lengua, sino de un hablar de espíritu a espíritu.

Composición del icono

Los apóstoles sentados forman un arco. Todos están en el mismo plano y son del mismo tamaño, es la armonía de la unidad, don del Espíritu Santo. Cada apóstol recibe personalmente una lengua de fuego pues el Espíritu Santo se da en modo único y personal a cada uno. Él es el que diversifica y hace a cada uno carismático, sin por ello crear un relativismo caótico. La unidad en la diversidad es sólo posible cuando el Espíritu Santo actúa.

El icono muestra el colegio de los doce apóstoles, signo de las doce tribus de Israel. A la derecha de la Virgen está San Pedro y a la izquierda San Pablo. Éste, como sabemos, no pertenece al colegio de los doce, pero por la magnitud e importancia de su obra de evangelización, es incluido por la tradición iconográfica entre los apóstoles. Cada apóstol tiene en su mano un rollo, símbolo de la predicación de la Buena Noticia.

El personaje vestido de rey, en la parte inferior del icono, no ha tenido en la tradición iconográfica un significado unívoco. En nuestro caso, el viejo rey es una imagen simbólica del cosmos, el mundo, que evoca el conjunto de pueblos y naciones. Está rodeado de un arco negro, signo de que el universo está prisionero del príncipe de este mundo y de la muerte. El cosmos tiene en sus manos un paño con doce rollos, símbolo de la predicación de los doce apóstoles y de la Iglesia.

El lugar oscuro donde se encuentra el rey es llamado bema. En la tradición arquitectónica de las iglesias sirias y caldeas, encontramos un elemento del que hoy solo queda un vestigio: el ambón o bema en el centro de la Iglesia. Se trata de una tribuna con forma de herradura colocada en el centro de la iglesia frente al ábside donde está el altar. Aquí se desarrolla la liturgia de la Palabra. Es el anuncio de Pedro en medio de Jerusalén, el testimonio de que la Palabra se hizo carne, la constatación de los testigos de que Cristo ha resucitado y se han cumplido las Escrituras. Durante el anuncio al mundo desde esta Jerusalén, simbólica-arquitectónica, los celebrantes tomaban asiento. El rey (después el sacerdote o diácono), en el centro del hemiciclo, que es el mundo, proclamaba la Palabra, puesto que él detenta el mandato celeste sobre la tierra.

Pero también el rey tenía su modelo: no podía proclamar las lecturas de cualquier forma. Al rey se le representa como al rey David, con la necesidad de reconocer que estamos necesitados de la misericordia. Además resuena en la conciencia del creyente el deseo de muchos de haber conocido aquellos tiempos: «muchos profetas y justos desearon ver lo que veis y no lo vieron, y oír lo que oís y no lo oyeron» (Mt 13, 17).

En algunos casos, el rey es identificado con el profeta Joel. Para explicar esto volvemos a la liturgia. En efecto, en la gran víspera de Pentecostés, la segunda lectura del Antiguo Testamento recoge al profeta Joel cuando nos dice: «Después de todo esto, derramaré mi espíritu sobre toda carne, vuestros hijos e hijas profetizarán, vuestros ancianos tendrán sueños y vuestros jóvenes verán visiones» (Jl 3, 1). Profecía ésta que fue expresamente mencionada por Pedro para justificar el comportamiento de los Apóstoles frente a los hombres de Judea y a todos aquellos que se encontraban en Jerusalén.

En el icono hay dos niveles: arriba, está ya la “nueva creación”, realizada por el Espíritu Santo y a la cual aspira la humanidad: abajo, el Espíritu Santo entra en acción para liberar y transformar el cosmos prisionero de la muerte mediante la evangelización.

En la tradición occidental iconográfica, la Virgen aparece en el centro de los apóstoles. Su presencia recuerda las palabras de los Hechos: «Todos ellos perseveraban unánimes en la oración, junto con algunas mujeres y María, la madre de Jesús, y con sus hermanos» (Hch 1, 14). No era, de hecho, posible que aquella que había recibido el Espíritu Santo en el momento de la concepción, no estuviese presente cuando el Espíritu Santo bajó sobre los apóstoles. El icono de Pentecostés muestra también de esta manera el misterio del nacimiento espiritual del hombre.

En la parte superior del icono están pintadas lateralmente dos casas, con torres simétricas y similares. Se quiere dar a entender que la escena se desarrolla en el piso alto del Cenáculo, donde tuvo lugar la Última Cena; de modo que la escena del don de las lenguas de fuego es don del sacramento de la unidad (la Iglesia nace de la eucaristía), que es sacramento de la caridad (la caridad de Cristo se hace carne y nosotros cristianos vamos del sacramento del cuerpo al sacramento del hermano).

Este lugar se convirtió después de la Resurrección, en el lugar de reunión de los apóstoles. ¿Dónde se debe reunir hoy la Iglesia? En la unidad, en la caridad concreta, en el servicio…, y, sobre todo, en la Eucaristía, única fuente de estos dones. Pentecostés no es la encarnación del Espíritu, sino la efusión de los dones, que comunican la gracia a los hombres, a cada miembro del cuerpo de Cristo.

Oración

Ven, luz verdadera; ven, vida eternal.
Ven, misterio escondido; ven, inefable tesoro.
Ven, realidad innombrable, persona inconcebible,
felicidad sin límite, luz sin ocaso. Ven.
Ven, esperanza segura de los que se salvan,
despertar de los que duermen, resurrección de los muertos.
Ven, oh poderoso, que haces y rehaces con solo tu querer.
Ven, oh invisible, oh intangible, oh intocable.
Ven, Tú siempre inmóvil y, sin embargo, fuerza que nos mueves;
oh Tú, por encima de los eternos cielos.
Ven, nombre amado y repetido, cuyo nombre y ser captamos.
Ven, felicidad eterna; ven, corona inmarcesible,
púrpura real, ceñidor enjoyado de zafiros, ven.
Ven, el solo a quien todo se le debe.
Tú que amaste y que amas mi alma miserable.
Ven, Tú, el solo, a esta soledad en que yo vivo.
Ven, porque Tú me separaste de todo y me hiciste solitario en este mundo.
Ven, Tú, que entraste en mi conciencia y que me haces desearte;
Tú, el absoluto inaccesible.
Ven, soplo y vida. Ven, consolación. Ven, alegría, gloria mía,
mis delicias sin fin.
Gracias porque te hiciste uno conmigo,
sin confusión, sin mutación, sin transformación,
Tú, Dios, por encima de todo.
Gracias porque para mí eres todo en todos,
comida sin nombre, del todo gratuita,
que llegas a mis labios y brotas de mi corazón.
Ropaje resplandeciente que alejas al demonio.
Purificación que me baña con lágrimas ardientes
que tu presencia arranca a quienes visitas.
Gracias porque te hiciste para mí luz sin ocaso, sol sin caída;
no tienes dónde ocultarte, Tú, que de gloria llenas el universo.
Nunca te escondes de nadie; más bien,
somos nosotros los que nos escondemos de Ti, no queriendo ir a Ti.
¿Dónde te esconderías si no encuentras lugar a tu reposo?
¿Por qué te esconderías, Tú que no te alejas de nadie y a nadie rechazas?
Ven, pues, oh Señor; hoy mismo levantarás tu carpa dentro de mí;
construye casa, quédate para siempre, inseparable, hasta el fin,
en mí, tu esclavo,
y que también yo, al salir de este mundo,
me encuentre en Ti y reine contigo,
oh Dios que moras por encima de todo.
Quédate en mí, Señor, y no me dejes solo
para que mis enemigos, los que buscan devorar mi alma,
huyan despavoridos, impotentes ante mí, por tu presencia poderosa.
Sí, Señor, así como te acordaste de mí cuando estaba en el mundo
y que en medio de mi ignorancia fuiste Tú quien me elegiste y separaste,
también ahora guárdame dentro de Ti, seguro viviendo en Ti.
¡Viéndote siempre, yo, el muerto, viva!
¡Poseyéndote yo, el pobre, me enriquezca!
¡Devorándote, vistiéndome de ti, vaya de delicia en delicia!
Porque sólo Tú eres todo bien y toda gloria y toda delicia.
A Ti solo la gloria, santa, consustancial y vivificadora Trinidad,
a Ti a quienes sirven, veneran y confiesan en el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo,
todos los fieles ahora y por siempre en los siglos de los siglos. Amén.

Simeón el Teólogo

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